Juan José Saer.

El principio de incertidumbre: Entrevista a Juan José Saer

Por Florencia Abbate

 Clarín – Revista Ñ

Buenos Aires, 01 de octubre de 2005

 

En los últimos años, cuando Saer venía a Buenos Aires se alojaba en un apart-hotel de la calle Arenales. Aquella mañana, apenas llegué, me pidió que saliéramos al patio porque el día estaba espléndido. Afuera, miraba los movimientos de unos pájaros y comentaba que el mejor momento para visitar la Argentina es la época en que pueden encontrarse jacarandás florecidos. Esa atención ante el enigma de la naturaleza me recordó de inmediato la influencia moral que significó para Saer su amistad con el poeta entrerriano Juan L. Ortiz.

—Le quiero citar unos versos: «Pero cuidado, mis amigos, con envolveros en la seda de la poesía/ igual que en un capullo…»-

—Ahhh… «No olvidéis que la poesía/ si la pura sensitiva o la ineludible sensitiva/ es asimismo, o acaso sobre todo, la intemperie sin fin». Juanele, qué maravilla.

—En un prólogo que le hizo a la obra de Ortiz, habla de la obra literaria como de un idioma dentro del idioma, un Estado dentro del Estado y un cosmos dentro del cosmos. ¿Es así?-

 

—Sí, tal vez sonara un poco exagerado, pero no lo es. Cuando leemos a Platón encontramos una representación del cosmos, y lo mismo sucede con la obra de Juan, la de Arlt o la de Borges. En todos los grandes escritores y los grandes filósofos hay una visión total del mundo. No una explicación: una visión, casi en el sentido irracional del término.

 

 —¿Qué es la intemperie?

—A mi modo de ver, significa no ampararse en ningún sistema preestablecido e ir a buscar algo nuevo para decir. Nunca se puede hacer totalmente, porque usamos un idioma que es común a todo el mundo y porque hay procedimientos que ya han sido utilizados. Pero hay que volver a combinarlos y buscar lo inédito, algo incierto que se va construyendo, como una vida, a lo largo del tiempo.

 

—¿Por qué siempre menciona la literatura rioplatense?

—Creo que, en español, es la literatura más importante del siglo XX. Hay algunos autores que no son del Río de La Plata, como Neruda, Vallejo, Rulfo o Guimaraes Rosa, también realmente importantes. Pero es evidente que aquí hubo un movimiento literario muy fuerte, una búsqueda genuina de universalidad. Y lo más destacable es que esta literatura fue hecha por francotiradores. Todos eran hombres que se rebelaron. En Arlt, Macedonio Fernández, Borges, Felisberto Hernández, Onetti, existía un interés común, un deseo de salir del folclorismo.

 

—¿Adhiere a la ética de aquellos escritores que, como Flaubert, sostuvieron que el arte sólo es responsable ante el arte?

—La defensa del arte por el arte tiene dos aspectos positivos. Uno es que, así, el arte no está al servicio de ninguna ideología exterior. Y el otro es que a través de la elaboración de la forma se llega a nuevas regiones de sentido. Ocurre lo mismo con el habla, cuando queremos precisar un pensamiento más fino que las frases cotidianas de intercambio, necesitamos hacer un esfuerzo, combinar las palabras de un modo distinto. Eso es el arte por el arte, y no que estemos todo el día oliendo un lirio. Así lo entendían los artistas del siglo XIX, como Flaubert o Henry James. Después siempre aparecen epígonos que se vuelven dogmáticos, y es por eso que en la actualidad existen los estalinistas del arte por el arte, que no son artistas.

 

—En cada novela parece proponerse un desafío formal ¿Necesita definir ese objetivo para comenzar un texto?

—Sí, a pesar de lo que antes creía de mí, me doy cuenta de que soy bastante sistemático. Trabajo en cada libro diferentes aspectos del relato. En las últimas novelas me interesaba trabajar el problema de cómo tratar una intriga.

 

—Sus desafíos formales apuntan a reelaborar, en una línea de ruptura propia de la segunda mitad del siglo XX, las formas de la novela del siglo XIX. Por otra parte, de la unidad de su proyecto narrativo se desprende una filiación con las grandes novelas decimonónicas. ¿Por qué las ataca?

—Yo no ataco a la novela decimonónica. Lo que digo es que es sólo un momento de la evolución narrativa y no un modelo universal. La novela tiene que cambiar si quiere seguir viviendo. El realismo que define a la novela no puede seguir respondiendo a los viejos cánones realistas. Flaubert y Melville comenzaron la ruptura, y luego Proust, Joyce, Broch, llegaron a una exhibición extremadamente rica de las posibilidades que el género permite. Desde entonces existe una especie de apertura al infinito, ya no hay una única forma de escribir novelas. Pero no es que yo ataque a los autores del siglo XIX. ¡Son mis maestros! En mi casa tengo los retratos de ellos. A Dostoievski siempre lo releo. Esta mañana mi primer pensamiento fue para Gogol. Me desperté, miré las nubes y pensé en Almas muertas.

 

—¿Lee contemporáneos?

—He leído pocos de los que estuvieron de moda. De Tabucchi leí Sostiene Pereyra y me pareció un desastre, encima demagógica. También he leído a Paul Auster y es correcto, ¡pero de un escritor uno no espera que sea correcto! ¿Leíste a Arno Schmidt? A ese sí que te lo recomiendo. Es extraordinario, como Gadda o como Joyce.

 

—¿Cuáles son sus valores como lector?

—Los principales valores son el placer y el encontrarme a mí mismo en un texto. Lo que gozo es ese momento mágico en que uno se identifica con lo que lee, y siente la música de una prosa, la conjunción de las imágenes y las ideas llevadas por un ritmo. Para mí la lectura es un goce superior al de escribir.

 

—¿Con cuál de sus novelas está más satisfecho?

—Me quedo con Nadie nada nunca y Glosa, porque son las que más se parecen a lo que quise hacer.

 

—Hábleme de eso.

—Todos mis textos se relacionan entre sí, casi construyendo una sola novela. Poco a poco, sin proponérmelo, construí un sistema que me permite mucha movilidad. Mis historias nunca empiezan ni terminan. Pero me cuesta ver mi obra en conjunto. Me resulta más caótica que a los lectores. Es como una mujer con la que ya me acosté muchas veces, tiene que acostarse otro con ella para descubrirla.

 

—Si no me equivoco hay un cuento con ese tema, «Bien común».

—Es verdad. Yo a ese cuento lo pondría en relación con otro, Verde y negro. Tratan un poco de lo mismo: poseer por interpósita persona.

 

—El voyeurismo aparece mucho en sus textos.

—Sí, en “Bien común” proviene del deseo de ver desde afuera algo que al realizarlo nos absorbe demasiado como para entenderlo. La posesión no admite que seamos juez y parte. Nuestro goce sexual nos enceguece. Además, cuando uno está con una mujer hermosa con la que ha tenido relaciones durante mucho tiempo, el tipo de deseo que puede haber no es el mismo de quien recién la descubre.

 

—¿Por qué tanta presencia de personajes celosos?

—Cuando era joven tuve relaciones amorosas muy compulsivas y tempestuosas. Si estaba enamorado era muy celoso. La confianza es un proceso complicado. A un celoso le cuesta confiar.

 

—¿Cómo se lleva con la parte pública del rol de escritor?

—Más o menos. Por ejemplo, nunca quise ir a debatir con alguien en la televisión. Trato de ir pero lo menos posible. Un día le dije a mi editor francés: «Esto de tener que ir otra vez a publicitar mi propio libro por televisión, me parece una situación bastante humillante». Y él me contestó: «No solamente la suya, la de los otros también». Porque en Francia hay un programa donde te preguntan: «¿Y qué piensa usted del libro de Fulano?» En verdad no sé por qué tiene que haber programas culturales en la televisión, si es un poco como el teatro Maipo. Uno iba al Maipo a mirar las piernas de las chicas, no a charlar sobre literatura.

 

—¿En los ambientes más serios se siente cómodo?

—Los que dicen cosas serias son unos pesados, yo les huyo. Cuando me invitan a dar una conferencia y después quieren ir a conversar afuera sobre literatura, salgo disparando.

 

—A ver, me pongo seria: hablemos de sus lecturas teóricas más decisivas ¿En qué momento descubrió los libros de Theodor Adorno y Walter Benjamin?

—Creo que empecé a leer a Adorno en el 64, y a Benjamin más o menos por ahí. Esas lecturas me marcaron mucho porque me daban una visión que se acercaba a las intuiciones que yo ya tenía de las cosas. Descubrí que mis intuiciones existían en un sistema filosófico. Eso me ofrecía una forma de expresar cuestiones para las cuales no encontraba palabras. Y también me afirmaba en la idea de que ciertos sistemas narrativos que se pretenden modernos, como el cine, son demasiado codificados. Además, ellos me ayudaron a clarificar las críticas que les hacía a las instituciones que estaba frecuentando, no como un militante, pero sí como una persona que pensaba desde el marxismo.

 

—En sus ensayos también hay ideas de Bertolt Brecht.

—Brecht era un hombre brillante. Y, en realidad, las críticas un poco confusas que yo le hacía al marxismo estaban ya formuladas por Brecht desde los años veinte, por ejemplo, en sus diálogos con Benjamin acerca de la obra de Kafka. Hoy hay muchos que quieren hacer a Brecht responsable del estalinismo, por ese pequeño período que estuvo en Alemania del Este, pero él fue un gran crítico de todo eso.

 

—¿Qué recuerda de aquella correspondencia entre ambos?

—Me viene a la cabeza una cosa que dicen cuando reflexionan sobre la situación del hombre en el mundo. Dicen que allí donde otros se ponen a lloriquear o se dedican a vivir su vida, Kafka exige garantías. El punto es que su exigencia es tan enorme que no se puede colmar. Y dicen también que es llamativo que un hombre que piensa, en definitiva, que el hombre no tiene ninguna garantía y está desamparado, haya sido empleado de una compañía de seguros.

 

—¿Cómo entra la política a su escritura?

—No hago un abordaje clásico. Son un poco los márgenes de la política, las consecuencias de la inundación, como quien dice, cuando quedan los detritus, cosas rotas y embarradas.

 

—Su obra tiene una fuerte afinidad con el espíritu crítico de la vanguardia moderna. Hoy la noción de vanguardia se encuentra en vías de extinción. ¿Qué piensa de eso?

—La vanguardia empieza con el romanticismo y se va acelerando hasta los años treinta, después hay un proceso de desaceleración, que va hasta mediados de los setenta, donde aparece esta cosa que nadie sabe bien qué es: el período posmoderno. Es el imperio del mercado, permite que todas las escuelas convivan en una especie de ecumenismo estético.

 

—¿Cuáles serían los efectos negativos de la visión posmoderna?

—Me parece que ha venido imponiendo una especie de universalidad abstracta, bajo el nombre de la democracia, la convivencia de las diferencias, la tolerancia. Eso puede ser nefasto en el arte. Significa que en el gran supermercado de lo cultural, todas las mercaderías tienen su estante y al cliente le toca elegir la que más le conviene. Los libros de Isabel Allende y de Onetti serían igualmente novelas. En realidad, en el último caso tenemos creación auténtica, y en el otro un entretenimiento biodegradable.

 

—¿Le parece un problema la lógica empresarial de las editoriales?

—Siempre ha habido obligaciones comerciales en la edición, pero hasta hace no mucho tiempo era la concepción cultural, o el arte noble, lo que marcaba las pautas. Ahora se ha transformado en una empresa tan grande que se vuelve un fin en sí ganar dinero. Se edita mucho, pero los buenos escritores han quedado un poco como los parientes pobres. Igual, no sé si a un verdadero escritor le interesa demasiado viajar en jet.

 

—¿Qué piensa de la crítica?

—Creo que uno de los grandes problemas de este tiempo es la ausencia de espíritu crítico. Ni siquiera los que dicen ser críticos critican: ¡nunca van al fondo del asunto!

 

—En sus últimos libros hay varias reflexiones sobre los sueños. ¿A qué se debe?

—A mí lo que me interesa de los sueños es que funcionan por condensación, por eso están saturados de sentido, igual que la literatura. En cambio, pareciera que en el universo empírico derivamos un poco en la dispersión.

 

—Pese a sus rupturas con las convenciones tradicionales de la novela, hay un elemento que se sigue manteniendo en pie: los personajes.

—Es cierto. Pero creo que la forma de concebir a los personajes debe cambiar a medida que cambia nuestra concepción del hombre. Nuestra percepción del tiempo, de la interioridad de los otros, del cuerpo, está en permanente transformación. Si alguien quiere escribir algo interesante lo debe tener en cuenta. Fijate que en verdad no sabemos demasiado de Tomatis. Sabemos algo de él cuando aparece. Yo sé algo de vos cada vez que aparecés. Lo curioso es que no sólo tenemos esa visión fragmentaria de aquellas personas que vemos cada tanto, sino también de nuestras personas más próximas, e incluso de nosotros mismos. En mis textos intento trabajar con la incertidumbre porque me parece que ese es nuestro fondo mental.

 

—Me atrae la rareza de sus personajes, sus pequeñas obsesiones y conductas atípicas.

—A mí me llama la atención que los lectores me digan que se reencuentran en esas conductas atípicas de los personajes. Tal vez en eso la literatura puede resultar una enseñanza, porque hace que alguien descubra que ciertas cosas que consideraba secundarias en su vida, y hasta le parecían rarezas, son el verdadero nivel en el que vive, y aquello que les puede oponer a todos esos discursos que tienden a uniformizar.

 

—La relación entre sus personajes y la sociedad suele tener una carga de melancolía. «Cicatrices», «Glosa», «Lo imborrable», entre muchos otros textos, reflejan un vínculo tenso o doloroso.

—Completamente. Pero creo que en el fondo a mis personajes no les importa mucho fracasar en lo social. Para ellos, el fracaso social no es un fracaso. El intelectual o el moral sí lo son. Fracasar o triunfar socialmente no les interesa, les da lo mismo. Esa es también mi situación.

 

—¿Podría prescindir del reconocimiento como escritor?

—A partir de cierto momento, es importante algún tipo de reconocimiento, porque no hay una norma establecida para que un escritor juzgue solo si es bueno lo que hace. Apenas uno se encuentra con unos pocos signos de reconocimiento de personas que no tienen con uno ninguna obligación, empieza a sentir que los libros cobraron vida propia. Y en eso consiste.