Truman Capote: Dí tu palabra y rómpete

¡Di tu palabra y rómpete!
por Florencia Abbate
Publicado en el libro Atmósfera Truman, Proyecto Editorial, Buenos Aires, 2004.
“Recientemente una empresa se mostró interesada en comprar mi aura. No querían mis productos. Insistían: queremos su aura. Nunca pude saber qué querían. Pero estaban dispuestos a pagar mucho dinero por eso” (Andy Warhol).
Capote también tenía un aura. Y un aura codiciada. Por eso algunas “personas importantes” lo invitaban a sus fiestas, querían verlo subir a sus yates, le organizaban cenas. Contar con la presencia del aura de Capote estuvo de moda un cierto tiempo.
Al igual que su amigo Andy Warhol, Capote cultivaba la frivolidad, una actitud funcional al ambiente en el que se movía, y un modo de vida.
Sin embargo, nada hay de inocente en la frivolidad de Capote, que procede de una visión pesimista sobre la naturaleza humana. “La vida es demasiado corta para vestir triste”, parece susurrarnos Warhol con su alegría pop. La diferencia entre ambos reside en que Warhol también concebía su arte con frivolidad; en cambio, Capote no concibe con frivolidad alguna la literatura. Su modelo de escritor era Flaubert –así lo declaró en más de una ocasión. Y no en vano ese robusto normando es quien creó el mito moderno de que el escritor es un alma llamada a inmolarse ante el supremo altar de la Literatura
Fiel aprendiz de las ideas de Flaubert, Capote consideraba que la escritura es un camino que exige sacrificio, estoica paciencia, una obsesión cuasi religiosa por la forma perfecta, y una fe en el estilo como marca que expresa el nombre propio, como música propia de una singularidad.
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Un narrador no es un vegetal que absorbe su alimento espontáneamente del suelo. Y si no cuenta con la fantasía como fuente de la cual extraer sus materiales, se aferra a lo real y de lo real se hace esclavo. Capote es un escritor de imaginación rala. Y para obtener los materiales que buscaba se entregó intensamente a lo real; los extraía de las relaciones que establecía, los fue ganando al precio de una gran dedicación, mucha astucia y posteriores agonías. Basta con tener en cuenta el prolongado tiempo, las miles y miles de hojas de apuntes en papel y los dolores de cabeza que le acarreó el proceso de trabajo con esos dos delincuentes, luego ejecutados, para poder escribir A sangre fría.
Un amigo o medio amigo -George Davis, el editor de Harpers Bazaar– le enseñó que la mejor manera de sonsacar un secreto es revelar otro. Y eso hacía, como un espía a la caza de cierta información llamada a cotizarse a través de los libros. Un auténtico agente secreto de la Literatura, trabajando para los Servicios de Inteligencia Estética: «El secreto del arte de entrevistar (porque es un arte) es dejar que el otro crea que te está entrevistando a ti (…) Empiezas hablando de ti y lentamente vas tendiendo la tela de araña y acaba contándolo todo”.
Una vez declaró que disfrutaba más conversar que escribir. Amaba conversar y extraer una verdad de la conversación. Como la luz, no siempre las verdades caen en el lugar agradable. Y él tenía un talento peculiar para percibir lo horrible. El momento de sumo placer era aquel en que acercaba el cebo para arrebatarle a su presa un diamante. Una joya que, muy a menudo, podría luego presentar en sus textos como la evidencia estética de algo moralmente bochornoso.
Pero su sentido del mal no es morboso sino más bien banal. No está interesado en extraordinarios impulsos asesinos; aquello que atrae su atención pertenece a ese fondo común de crueldades mezquinas, resentimiento, envidia, cobardía, conductas bajas a las que nos arrastra la debilidad. Capote conversa, oye, mira. Y repara, por ejemplo, en el brillo decadente de unos ojos que han sido envilecidos por la hipocresía, o registra el momento de una frase en que comienza a insinuarse algo turbio, o ese gesto fugaz que de pronto vuelve irreconocible a una persona.
Le era imposible no mirar, y le era imposible no ser despiadado al mirar: Converso, luego escribo. ¿Cómo no iba a terminar traicionando a sus interlocutores?
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La traición es un movimiento que vuelve a quien lo hace extraño ante los otros. Y a la vez un movimiento que sólo puede hacer quien es capaz de mirarse al espejo y descubrirse extraño: ver la sombra que atraviesa el propio rostro, sentirse habitado por verdades que no dignifican. El traidor, aquel que quebranta una fidelidad, tácita o expresamente prometida, suele ser alguien lo bastante fuerte como para vivir en tensión consigo mismo. La traición es una ruptura social, pero al mismo tiempo íntima. Es la manifestación palpable de una discrepancia, no sólo en relación con los demás. Quien traiciona se anima a discrepar con una parte de sí. Se trata de un juego exigente y el traidor lo sabe.
En todos los escritores suele haber una zona de cristalización donde el tema dominante aparece con la mayor nitidez. Uno de los relatos de Música para camaleones, “Hola, desconocido”, muestra la agudeza de Capote en su apogeo. La conversación transcurre en la mesa de un lujoso restaurante. El barrador escruta a su interlocutor, un viejo amigo, con la callada implacabilidad del lince que sondea a un extraño. Casi no habla. Se coloca en el lugar más conveniente. Sus ojos atienden y sus oídos se abren. Quebrado, su viejo amigo le confesará que se le atribuye un crimen, que por eso su esposa lo dejó, que su vida es un desastre. No es Hannibal Lecter sino un vulgar hombre de familia, un ciudadano “normal”. Lo que lo mancha: una acusación por pedofilia. Aunque todo indica lo contrario, se dice inocente. Le cuenta al narrador los hechos y, casi suplicante, pregunta: “¿Me crees?”.
Capote elige dispensarle una suerte de compasión irónica a ese corazón corrompido al que sabe, en última instancia, no tan distinto del propio. Un modo traicionero de la complicidad destella en la respuesta: “Por supuesto, George, por supuesto que te creo”. ¿Qué otra frase podría haber sido más clemente y despiadada al mismo tiempo?
Los culpables de Capote no son como los de Dostoievski, no son almas manchadas que buscan agónicamente el castigo y, más allá, la redención. En Dostoievski la ausencia de un orden moral no es un dato inocuo; sus consecuencias no son bellas ni hacen sonreír. La constatación moderna “Si Dios no existe, todo está permitido”, cae sobre sus personajes con la gravedad de un abismo. En Capote, ya no es un problema. Las almas manchadas no buscan castigo -en todo caso buscarán un amigo que les recomiende la mejor tintorería que exista en la ciudad.
El paso del tiempo no ha vuelto obsoleto el talento de Capote para captar la crudeza de una lógica social en el marco de la cual el mal se alía a lo anodino y ya nadie percibe su carácter aberrante. Dueño de un rostro sin edad, Capote es aún nuestro cronista, el testigo y el reporter de sociedades donde la bestialidad y la normalidad se han hecho más que amigas.
La transparencia del mal no es exclusiva del mundo de los ricos. Pero a Capote le interesa ese mundo porque ahí se despliega más vividamente, rodeada de más brillo y glamour y por eso con más obscenidad, perlada e impune. Otro de los atractivos estéticos que ese mundo presenta, menor pero no desdeñable para un narrador de su tipo, consiste en que en él el secreto y el chisme circulan como peces en el agua. En esto Capote está muy próximo a Henry James: El chisme atraviesa la apariencia e inocula una duda en relación a su naturaleza. Su carácter instantáneo y trivial no le quita al chisme el poderoso interés de todo aquello que conduce a una realidad subterránea, que por momentos se insinúa pero aun así sigue tras el velo exquisito de esa superficie que, por pura convención, conserva la costumbre de aspirar a parecer verdadera. Capote escarba en la imagen de los ricos, con su aviesa sonrisa y su grotesco aire juguetón. Los escudriña y se confunde con ellos; los ama, los desprecia, los envidia. Se vuelve uno más mientras espera como un gato el momento en el que va a traicionarlos, a trascenderlos.
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En Capote hay una obsesión de la verdad y una pasión de la apariencia. No la verdad al descubierto, explícita y sin ropa; antes bien: la forma seductora de una verdad. La pasión de la apariencia es consecuente con su culto de la frivolidad. La obsesión de la verdad, por el contrario, recupera el supuesto moderno de que no existe nada verdadero que no exija un desocultamiento. Las máscaras resultan fascinantes, pero el deber del escritor le exige que su mirada efectúe una incisión en la apariencia, que su oído capte al vuelo las palabras en las que, como una chispa, centellea el más allá de lo que las palabras dicen.
En “Una adorable criatura”, su retrato de Marylin Monroe, hay un delicioso pasaje en el cual los roles se invierten, y en lugar de ser él quien acorrala buscando la negra verdad detrás de la rutilante superficie, es la diva quien le da una lección. Se trata del momento en que Marylin se levanta el pañuelo y deja ver una raya oscura en su cabello. Capote repara en el detalle y le confiesa que siempre pensó que era rubia natural. Ella le responde: “Nadie es así de natural, querido'».
Su retrato de Marilyn está escrito como si se tratara de la escena de una película; describe el escenario, los personajes: Marilyn entra en escena. La melancolía que irradia el decorado y esos diálogos con comentarios que se intercalan va creando una frágil y desamparada atmósfera propicia para ir más allá del aura de la diva y extraer del encuentro una verdad al estilo Capote. En esa intemperie donde las voces de ambos vibran una vez para luego perderse como en un eco lejano, flota la siempre delicada expresión del pesimismo que recorre su obra y su vida: los deseos, los dones, los mejores impulsos se nos vuelven en contra:
“Marilyn: Recuerda, te dije que si alguna vez te preguntaran cómo era yo, cómo era, en realidad, Marilyn Monroe, ¿cómo contestarías esa pregunta? (Su tono era juguetón, burlón, y al mismo tiempo sincero: quería una respuesta honesta). Apuesto a que dirías que era una palurda.
Truman: Por supuesto, pero también les diría…
(Ya se iba la luz. Ella parecía desvanecerse con la claridad, mezclarse con el cielo y las nubes, retroceder y ocultarse detrás. Yo quería alzar la voz por encima de los gritos de las gaviotas y preguntarle: “Marilyn, Marilyn, ¿por qué todo tuvo que salir así? ¿Por que es una porquería esta vida?”) Yo diría…
Marilyn: No te oigo.
Truman: Diría que eres una hermosa niña”.
“¿Por qué todo tuvo que salir así?”: ¿por qué todo siempre sale así? En esta pregunta la frivolidad se desnuda y deja ver hasta que debajo de su espléndido atuendo hay pesimismo puro.
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Durante años Capote sostuvo que Plegarias atendidas sería su obra magna, un libro perfecto en el cual el estilo y el manejo de múltiples técnicas se conjugarían para recrear en un patchwork el gran fresco de la sociedad opulenta. Aquel libro no llegó a convertirse en un objeto acabado. Y la publicación de unos adelantos de esa anunciada obra en la revista “Esquire” resultó el paso en falso que precipitó la inevitable caída. “Desde el acceso de Franklin Roosevelt al poder no se había sentido la aristocracia tan traicionada por alguien que consideraba de los suyos”, dijo Gerald Clarke.
Capote había convertido los chismes y secretos del “ambiente” en literatura. Su biógrafo cuenta que fue un terremoto; todos los teléfonos de la high society sonaban a un tiempo. Se estaban avisando que su animalito de compañía predilecto, su ami de la maisson, su pet, los había estafado. En la portada del segundo adelanto se veía a un caniche (Truman con anteojos) y la bajada decía: “Capote muerde las manos de los que le dan de comer”.
Una de las concernidas, Ann Woodward, quien aparecía como responsable de un asesinato -y lo era- tras leerlo se tomó una dosis de Seconal y murió. Gloria Vanderbilt afirmó que el día que el destino la cruzara de nuevo con Capote lo escupiría. Babe Paley, de cuyo marido se contaba en el texto que le era espantosamente infiel, le reprochó a Truman su pésimo gusto. Slim Keith declaró que la dejaba “absolutamente deshecha y pasmada que pudiese estar ahí sentado en la mesa conmigo y que luego fuese a casa para anotar todo lo que yo había dicho”. Y la excelente cuentista Katherine Anne Porter lo condenó a una suerte de destierro cósmico: “Prefiero no pensar ni hablar de él; es como si perteneciese a otro mundo, a otro planeta”.
Capote tuvo diversas reacciones: Al principio lloró por los rincones, azorado ante esas consecuencias que juraba no haber imaginado: “Pero ellos saben que soy un escritor. No lo comprendo”. Luego hizo diversas tentativas para reconciliarse con algunos de ellos; les enviaba por correo cartas o divertidos telegramas que a nadie hacían gracia. Finalmente Capote afirmó: “Daban por supuesto que yo vivía de acuerdo a sus valores, lo que nunca fue así. Es como si al escribir eso les dijese: todo aquello por lo que vivieron, todo lo que hicieron no es más que un montón de mierda. ¡Y es verdad! Eso era lo que les decía”.
Aquellas “personas importantes” no pudieron prever que para las hipócritas convenciones que organizaban su mundo, la Estética podía resultar más ofensiva que la Política o la Etica. Los ojos de un estilista osaron desnudarlos con una violencia que la denuncia de un moralista no habría alcanzado.
De manera semejante a Scott Fitzgerald, Capote no podía ser leal a los ricos porque no pertenecía de suyo a ese mundo: ambos accedieron a él porque eran escritores. Y la Literatura es una madre posesiva y tirana. Deja volar a su hijo, hacer sociales, organizar fiestas, viajar por el mundo, salir en las revistas y en la televisión. Pero llegado un punto, tira de la cuerda y confirma que es ella quien tiene el dominio, ella la que le ha dado las alas, ella la que habita el altar ante el cual él debe siempre estar dispuesto a perder, si fuera necesario, todo lo demás.
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En Música para camaleones, su último libro, Capote despliega todo lo que «sabía acerca de la escritura: todo lo que había aprendido de guiones cinematográficos, comedias, reportaje, poesía, relato breve, novela corta, novela». Alcanza en él un elevadísimo punto de síntesis, condensa y lleva bien arriba las principales líneas de su apuesta narrativa. El volumen resulta tan magnífico como desconcertante puesto que proviene de un hombre doblegado, aún poseído por el orgullo pero transitando una dura secuencia de tropiezos que lo preparaban para que la muerte pudiera, al cabo, destruirlo de un soplo. Alguien que hablaba incoherencias ante los auditorios, tropezaba, caía y pasaba buena parte de su tiempo reponiéndose en salas de hospital, ¿cómo pudo colocar con precisión hasta la última coma de esas casi 300 inolvidables páginas? Capote descuidaba su vida pero cuidaba mucho su literatura.
La caída del héroe es un periplo con pocas variaciones. Siempre se repite mediocremente igual: el mundo de la belleza y la fama, del glamour y de las chances infinitas, se convirtió en cantidades de drogas, soledad, alcohol, depresión e internaciones reiteradas. A veces Capote decía que su problema era haber alcanzado la celebridad demasiado joven, haber apretado el acelerador demasiado temprano. Uno de los rasgos que más se destacan en su biografía es la urgencia. Para Capote todo era ahora o nunca. Ningún lugar para mirar hacia atrás y lamentarse. ¿Sería acaso porque, para un pesimista, lo mejor es que las plegarias se cumplan lo más pronto posible? Un pesimista sabe bien que el momento en que la efervescencia de la fiesta se diluye en el cuerpo no resulta grato, y probablemente no querrá parecerse a esas playas al final del verano, cuando el sol apenas calienta y ya no hay nadie para disfrutarlo. Quizá por eso llegado cierto punto, cuando le tocó elegir entre la vida y la muerte, Truman no tuvo dudas.